Todo aquel que haya trabajado en una organización, más o menos grande, ha oído hablar de la misión, visión y valores de su empresa. Es como esas canciones de toda la vida, que todo el mundo ha oído, todos la tararean cuando suena; pero casi nadie se la pone cuando escucha música.

A los estudiantes de las escuelas de negocio o de administración de empresas se le enseña que el management tiene tres grandes fundamentos: misión, visión y valores.

Muy resumidamente, la misión es lo que define y distingue a la organización (por lo que pagaría el cliente), y la visión es donde quiere llegar esa organización, a través de su misión. De ahí que en muchas ocasiones estos dos términos, que se retroalimentan mutuamente, se confundan y sus fronteras sean difusas.

Cosa diferente son los valores. Estos definen las creencias de la organización, y son los principios con los que se espera que se comprometan los trabajadores. Algunos los califican como los principios éticos de una empresa.

Queremos que nuestros clientes nos vean y reconozcan por nuestros valores: apasionados por el cliente, honestos, serviciales, amantes de la calidad, innovadores, positivos, proactivos, etc.

Dicho de otro modo, los valores dan sentido al propósito de la empresa y al trabajo que realizan las personas en ella.

Ahora bien, la dificultad de abordar los valores consiste en traducir estos principios generales en comportamientos concretos, porque cada cual tiene sus propios valores y los entiende a su manera.

En consecuencia, aunque los valores sean las señas de identidad de la organización (así lo definieron sus fundadores), habitualmente se quedan en eslóganes abstractos, difíciles de determinar en el día a día. De ahí que estén presentes en los murales y los tablones; pero se hable muy poco de ellos. Se van quedando en un segundo, tercer o cuarto plano.

El problema surge cuando quieres alinear a las personas en torno a retos, como son, por ejemplo, lanzar una visión a largo plazo o acometer un cambio cultural.

Liderar un proceso así no es sencillo. Y sin unos conductores comunes, como pueden ser los valores, la tarea se vuelve aún más compleja.

Tradicionalmente (en la era industrial) retos de este calibre se afrontan desde los principios de una administración eficiente: cómo establecer objetivos y alcanzarlos mediante procesos y procedimientos bien establecidos que fluyen desde arriba hacia abajo. Este tipo de abordaje ha dado sus resultados, no vamos a decir que no.

¿Pero es esto eficiente en una era digital? ¿Permite generar cambios de una forma eficaz y poco dolorosa? ¿Genera un compromiso real?

Si de por sí es un error asumir el liderazgo de un proceso de cambio desde la perspectiva puramente de la gestión (así nos lo han hecho saber los eruditos en la materia), aún lo es más en una era —digital— donde el liderazgo compartido empieza a ser una seña de identidad que no podemos soslayar.

Es aquí donde entran en juego los valores. Donde podemos ver realmente su utilidad, impacto y alcance en la proyección de una organización. Son estos principios rectores (los valores) que van a facilitar que las personas se unan de un modo coherente y efectivo en torno a un proyecto, un cambio desafiante o una transformación.

La cuestión es que en una era de constantes cambios y rápidas transformaciones comprometer al equipo ya no es algo que haya que abordar de tiempo en tiempo, sino una necesidad cotidiana.

Por todo ello, ahora más que nunca es prioritario centrar la atención de las personas en los valores que distinguen y definen a la organización. Pensar que se puede liderar a un equipo sobre la base de una gestión eficiente sin tener en cuenta los valores, es como la metáfora que leí en una ocasión: querer alinear las sillas en la cubierta del Titanic.

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