En los últimos meses he desarrollado una sensibilidad especial hacia la queja. En concreto, hacia las conversaciones que giran entorno a la negatividad y el lenguaje del descontento. Cada vez oigo a más personas que se lamentan de lo mal que está todo con espíritu de resignación y apatía. Por si faltaba poco, ha llegado el coronavirus, que nos ha puesto en jaque de una forma inimaginable.

Vivir en la queja constante es un hábito muy pernicioso porque no solamente te va minando la moral como persona, sino que tiene unos efectos devastadores sobre tu entorno.

Podríamos hacer una taxonomía de las quejas. Las hay sobre el jefe, la empresa, el gobierno, los médicos, los jueces, los políticos, las mujeres, los hombres, mi pareja, tú pareja, mis hijos, los niños, los jóvenes, los padres, los hermanos, los amigos, los compañeros de trabajo, Trump, los nacionalismos, la UE, los bancos, el coronavirus, los chinos, la policía, los comunistas, los fachas, la ONU, el mundo, y podría seguir hasta el infinito y más allá…

Ahora bien, desde mi punto de vista las quejas, sean del tipo que sean, con o sin razón, son el síntoma de un mal mucho menos evidente y reconocible: la falta de proactividad.

Aclaro: no me refiero solo a esa proactividad más básica que se resume en tomar la iniciativa y anticiparse a los problemas. Hablo de la proactividad en su sentido más amplio, tal y como la definió Viktor Frankl y, posteriormente, Stephen Covey en su libro Los siete hábitos de la gente altamente efectiva.

Así pues, tanto Frankl como Covey nos dicen que la proactividad es tomar el mando de nuestra vida y dejar de estar al albur de lo que nos pasa, como si fuéramos una montaña rusa que sube y baja por el gran circuito de los estados de ánimo, reaccionando irreflexivamente ante los acontecimientos que nos van ocurriendo.

Por consiguiente, la falta de proactividad hace que, paulatinamente, nos vayamos desconectando de nuestro propósito en la vida.

El efecto pernicioso de esta desconexión es que llegamos a pensar que no tenemos poder de decisión ni de elección. Nos vamos desempoderando poco a poco, hasta el punto que nos vemos como víctimas de injusticias que creemos —y esta es la creencia limitante— que no podemos remediar. Decimos: es culpa de mi jefe, de mi empresa, de los políticos, del sistema, … ¿Y yo qué puedo hacer?

Seguidamente, para sentirme coherente con este tipo de pensamiento, me compro la falacia de que casi todo lo que me pasa no está en mis manos. En consecuencia, dejo de asumir mis responsabilidades frente a los acontecimientos y me “desactivo”. Claro está, ante semejante modelo de pensamiento la queja es la mejor alternativa. ¿Qué puedo hacer más que quejarme?

Sin embargo, mientras estaba preso en los campos de concentración Nazi, Viktor Frankl descubrió que aún le quedaba una “última libertad”: te pueden quitar todo menos la libertad de elegir cómo quieres vivir lo que te ha tocado vivir.

¿Cómo quieres vivir?: ¿Desde la queja o desde la acción?; ¿desde la reactividad, y dejarte llevar por la corriente, o desde la proactividad, y llevar el timón de tu barco?

Por otro lado, cuando vivimos en la queja, no nos damos cuenta de que además de dañarnos a nosotros mismos contaminamos nuestro entorno (familia, amigos, compañeros, etc.) con menajes negativos que acaban desmoralizando también a los demás. Es como el coronavirus. Tiene un alto poder de contagio. De este modo, se va propagando la pandemia de la reactividad, que tanto nos perjudica y tanto beneficia a los que la alimentan.

Por tanto, corta la cadena de contagio, dejando las quejas y actuando para cambiar lo que no te gusta. Te llevarás una grata sorpresa: descubrirás que tienes muchas más posibilidades de las que te imaginabas. ¡Pruébalo!

En Cuántica Consulting te asesoramos, entrenamos y acompañamos para que puedas conseguir resultados extraordinarios superando tus creencias limitantes.