Recientemente, he estado entrenando a un grupo de mandos intermedios de una gran empresa para mejorar su desempeño en sus funciones como líderes de equipos y me ocurrió algo curioso.

En una de las sesiones, uno de los participantes dijo —sin tapujos— “esta empresa está enferma” y generó una gran polémica. Algunos de sus compañeros asintieron y se sumaron a ese carro. Ante lo que para otros de los presentes había sido una boutade, reaccionaron diciendo que “no es la empresa la que está enferma, sino las personas que la forman”. La verdad es que en ese momento me quedé pensando: ¡no sé cuál de las dos afirmaciones es más fuerte!

Hoy día, una de las principales estrategias de la política humana de las empresas consiste en preocuparse por la salud de sus empleados: fomentar una alimentación sana, promover la actividad física, facilitar la conciliación laboral con la vida personal y familiar, ayudar a reducir el stress, etc.

Sin duda, estamos ante una inteligente estrategia de ganar-ganar: los colaboradores disponen de más recursos y facilidades para mejorar su salud y los directivos saben que estas medidas tienen un impacto directo en la mejora del desempeño y la productividad de sus equipos. Hay investigaciones que así lo avalan. Por ejemplo, puedes ver el EMEA Health Survey de AON (uno de los estudios más exhaustivos que existe sobre este tema).

Mucho me temo que los participantes del entrenamiento que antes he mencionado estuvieran utilizando el término “enfermo” en el sentido puramente físico.

Sabemos que las enfermedades laborales constituyen una de las mayores fugas de productividad y una de las mayores fuentes de malestar y desmotivación. Pero, ¿qué pasa con esas enfermedades que no son tan fáciles de diagnosticar por un médico de cabecera, un traumatólogo, neumólogo, oftalmólogo, …?

¿Qué hace que unos empleados sientan que su organización está enferma? ¿Qué influye para que otros piensen que los enfermos son los integrantes de la organización?

Parece complicado dar respuestas concluyentes a estas preguntas. Existen muchos factores a evaluar para afirmar que una empresa está sana o es saludable. No obstante, hay un factor que desde mi punto de vista tiene un impacto determinante en la salud de una organización: la cultura y estilo de liderazgo imperantes dentro de ella.

Si no tengo autonomía en mi trabajo, si no tengo la sensación de que voy mejorando día a día, si no percibo que con mi trabajo estoy contribuyendo a una causa que trasciende mi círculo de influencia, o que mis superiores jerárquicos me mienten, manipulan o son incoherentes con sus propias decisiones, difícilmente sentiré que estoy trabajando en una empresa saludable, por mucho que coma más sano, haga más ejercicio físico, o que pueda conciliar mejor mi vida laboral con la personal.

Si quieres saber si tu empresa es saludable o está enferma (antes de que te lo digan tus empleados) amplía tu horizonte, ve más allá de lo epidérmico, no pongas el foco solo en las necesidades higiénicas. Tus colaboradores tienen aspiraciones que van más allá de lo inmediato y lo puramente material.

Quizás estés pensando que todo esto que te cuento son obviedades. Mi experiencia me ha demostrado que precisamente aquello que me es obvio es lo que más me cuesta entender y cambiar. Lo más cotidiano muchas veces es lo más complejo de gestionar porque tenemos creencias limitantes que impiden nuestro avance. Por eso, necesitamos que nos ayuden a descubrir nuestras “zonas ciegas” y de este modo:

¡Hacer visible lo que antes nos era invisible para poder actuar!